
Para Kant el conocimiento verdadero es el que se logra cuando a las consideraciones formales o a las deducciones a priori les añadimos los datos de la experiencia. Por eso, no podemos hacer una metafísica sobre Dios, el alma o la trascendencia de los objetos, ya que la experiencia con ellos escapa a nuestras posibilidades.
No obstante, como la tendencia hacia lo absoluto del hombre es algo natural, sí podemos actuar como si Dios existiera, como si el alma fuera inmortal o como si fuéramos completamente libres, aunque de esta forma los objetos de la metafísica serían una especie de categorías superiores, a las que Kant llama Ideas, que pueden tener un valor regulativo para nuestras vidas como postulados de la razón práctica.
En el siglo XX la metafísica cobra un relieve especial. El tema de la metafísica surge simplemente cuando el hombre se enfrenta a la realidad, al mundo real, ya que, por una parte, el hombre busca el ser en la trascendencia de las cosas reales, entrando así en una metafísica que es pura ontología; o bien se plantea cuáles son los verdaderos límites del conocimiento y de la experiencia. Hablando en términos más generales, podemos decir, que en el siglo veinte, en el ámbito de la metafísica se da cabida a una amplia problemática relacionada con la realidad, el ser, los objetos del conocimiento y los límites y fundamentos del saber. Y todo ello instrumentalizado a través del lenguaje, cuyos límites son objeto de análisis a través del sujeto y de la experiencia.
Planteado así el ámbito de la metafísica, hay un grupo de filósofos que la rechazan como posibilidad y dicen que la metafísica no sirve para nada. Para ellos el límite del verdadero conocimiento es el que determinan las ciencias y la experiencia, cuyos límites, a su vez, están fijados por los límites del lenguaje, que es lo que hace posible la experiencia, ya que sin el lenguaje no habría experiencia posible. Por eso, la metafísica, que traspasa ampliamente estos límites, solo nos conduce a frases y expresiones carentes de sentido y faltas de rigor y, de alguna manera, se contrapone a la ciencia.
Pero no todos los filósofos piensan así, porque el hombre no renuncia a plantearse lo trascendente o preguntarse por el ser. Por eso, por otra parte, la metafísica cobra en el siglo veinte un impulso enorme a través de unos filósofos que la entienden y la practican como una metodología de pensamiento. Estos filósofos plantean las relaciones sujeto-objeto postulando la necesidad de que el primero trascienda la mera apariencia del segundo. Para ellos, la metafísica es incluso un antecedente natural de la ciencia. Y como cualquier cosa que nos trascienda, por ejemplo, el ser, se manifiesta a través del lenguaje, para ellos, es el análisis del lenguaje lo que nos permite evaluar el alcance de esta trascendencia.
Vemos pues como todos estos filósofos tan opuestos entre sí y por razones distintas confluyen en un mismo punto que es el análisis del lenguaje, unos para fijar los límites de la experiencia, y otros porque el lenguaje es la manifestación más evidente del ser.
La ontología del s. XX es muy importante. Ya hemos hablado en otras ocasiones del ser y del lenguaje. Hemos dicho que el ser del hombre consiste en tener-que-ser siempre él mismo, ese yo único y diferencial del que él es consciente, y que este tener-que-ser se le impone de forma permanente, día tras día, desde su nacimiento hasta su muerte; también hemos comentado la importancia del lenguaje, que dejamos reflejada en la famosa frase de Heidegger que dice que “El lenguaje es la casa del ser”; finalmente, en algún sitio hemos dicho que el hombre, en su condición de ser-descubridor, es el medio para que se devele ante él el ser del mundo, que no es otra cosa que su propia significatividad. A todo esto podemos añadir un par de matices.
Uno de ellos se debe a Heidegger que nos dice que el ser no es algo que esté ahí, en alguna parte, de manera presencial, como ha considerado siempre la tradición filosófica. El mundo actual, dominado por la ciencia y por la técnica, ha puesto de manifiesto que las cosas van perdiendo su propia identidad al tiempo que cobran importancia las relaciones de unas con otras, fundadas en el carácter instrumental de las propias cosas. Por eso el ser ya no se deja pensar como presencia de algo sino como un acaecer, como algo que acaece, siendo este acaecimiento lo que marca la relación entre el ser y el hombre, de manera que solo cuando éste tiene lugar es cuando el ser se entrega al hombre. Y según el filósofo Gadamer, la forma en que se manifiesta este acaecer es la de un acaecer lingüístico, un llamamiento dirigido a la escucha humana que abre un diálogo entre el hombre y el ser.
Fotografía.- La conquista del filósofo. Cuadro de Giorgio de Chirico, fundador del movimiento artístico «Pintura metafísica»
Una gran entrada Enrique. Me ha aclarado muchos conceptos. Soy un lego en la materia filosófica pero me produce mucha curiosidad. Ahora ando metido en intentar entender por qué la filosofía del siglo XX es tan variada. Y ahí me encuentro con tu entrada. Gracias.
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