
Como seres arrojados a este mundo sin que nadie nos preguntara nada, los hombres vivimos rodeados de otros hombres que al mismo tiempo son iguales y diferentes entre sí, hasta el punto de que, a pesar de nuestra semejanza, nunca ha existido ni existirá una persona idéntica a cualquiera de las que vivimos en este momento.
Todos compartimos como rasgos esenciales de nuestro ser, tener que ir optando en cada momento por las diferentes opciones que nos ofrece la vida, o iniciar alguna actividad absolutamente nueva y original desconocida para los demás. Tanto si se trata de elegir entre un grupo de opciones, como si se trata de iniciar algo nuevo, cada uno de nosotros da cuenta de su decisión mediante la acción y el discurso. A través de la acción mostramos nuestro comportamiento, y a través del discurso intentamos explicar sus razones.
Este doble carácter de igualdad y diferencia entre los hombres es distinto de lo que llamamos la alteridad de las cosas que nos rodean. En las cosas que nos rodean la alteridad solo significa multiplicidad y pluralidad, pero en la vida orgánica expresa además variaciones de una misma especie. Solo los hombres somos capaces de expresar esta distinción y comunicar nuestro propio yo, distinto de todos los demás. Hannah Arendt nos lo dice así: “En el hombre, la alteridad que comparte con todo lo que es, y la distinción, que comparte con todo lo vivo, se convierten en unicidad, y la pluralidad humana es la paradójica pluralidad de los seres únicos”. Por la unicidad de cada uno, por la cualidad de ser distinto, tenemos que pensar que con cada nacimiento de un ser humano se incorpora al mundo algo nuevo, algo distinto y desconocido hasta ese momento, que se irá manifestando a los demás a lo largo de su vida por su acción y su discurso. Cuando el nuevo ser se incorpora plenamente al mundo por la acción y el discurso es como si hubiera tenido lugar un segundo nacimiento de ese mismo ser.
La acción y el discurso de cada uno de nosotros siempre harán referencia a un mundo objetivo con unos contenidos que responderán a temas comunes que todo el mundo repite, pero eso no es obstáculo ni limita nuestra capacidad para hacer o decir cosas nuevas aunque sean menos probables. Con la acción y el discurso definimos nuestra propia identidad y vamos dejando el rastro de nuestra propia memoria, por lo que el relato de quién somos solo quedará terminado con nuestra muerte. Cada uno de nosotros se convierte así en el protagonista del relato de su vida, pero no puede considerarse autor de la misma. Somos actores de nuestra vida pero no sus autores. La autoría hay que dejársela a la providencia, a la naturaleza o al espíritu del mundo. No en vano, muchas de nuestras decisiones solo consisten en elegir entre las distintas opciones que nos va ofreciendo la vida. Precisamente por no considerarnos autores de nuestros propios relatos es por lo que Platón creía que los asuntos humanos no había que tratarlos con gran seriedad.
Una vida sin acción ni discurso «está muerta para el mundo«, pues es mediante la acción y el discurso como los hombres muestran quienes son. Con nuestra forma de hacer y decir ofrecemos a los demás una imagen nuestra que puede ser distinta de la que tenemos nosotros mismos. A veces las consecuencias de nuestra acción y nuestro discurso pueden ser previsibles, pero eso no ocurrirá en algunas ocasiones. Sea como fuere siempre tenemos que afrontar, e incluso sufrir, las consecuencias derivadas de nuestros actos. Otra característica de la acción y el discurso es que siempre necesitan de la presencia de otras personas. El artesano necesita que la naturaleza le suministre materiales y que el mercado fije el precio de su producto, pero no necesita de otras personas para hacer su trabajo. Esto no le ocurre a la acción y al discurso. El actuar y el decir solo tienen lugar allí donde los hombres se agrupan y es entonces cuando en ese entorno y gracias a ellos surge lo que Arendt llama la trama de las relaciones humanas.
Cuando nosotros revelamos quiénes somos a través de la acción y el discurso, nuestra revelación cae siempre dentro de una trama ya existente, por lo que nuestro relato entra en relación con otros, dando lugar a la creación de historias que nacen con la misma naturalidad que nace el producto de las manos de quien fabrica algo tangible, y que pueden quedar registradas en documentos, monumentos u obras de arte. Y como toda vida cuenta su narración, gracias a la acción y el discurso, la historia se convierte en el libro de las narraciones de la humanidad, del que todos los hombres somos protagonistas.
Fotografía: Hannah Arendt con su libro «Sobre la naturaleza huamana» entre las manos.
Si , según Platón ,los asuntos humanos no hay que tratarlos con seriedad, se referiría a los divinos como únicos merecedores de ser tratados seriamente. Ello me lleva a la conclusión de que para un ateo no hay nada que valga la pena ser tratado con seriedad. Quizás valga la pena poner en práctica los consejos de Platón.
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Creo que no, porque Platón hace ese comentario pensando que los hombres son como marionetas guiadas por una mano invisible, como si fueran juguetes de un dios. Y si dios no existe los hombres dejan de ser marionetas.
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Entonces solo los ateos podrían tratar los asuntos humanos con seriedad o sin ella, dependiendo de su elección. Los creyentes en un dios que los usa como marionetas no tienen más opción que no tratar los asuntos con seriedad.
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