
Los hombres somos seres sociales que necesitamos de los demás para vivir. Y no solo por razones de utilidad sino también por afectividad. La familia propia y la familia en sentido más amplio forman nuestro círculo más próximo y son esenciales en nuestras vidas. Un grupo de amigos, vecinos, compañeros y conocidos hacen crecer este círculo hasta componer lo que podríamos llamar la tribu de cada uno de nosotros, formada por un grupo de ochenta o cien personas. Este círculo social se ensancha con otros de más alcance, cuya influencia se va desvaneciendo poco a poco a medida que el grupo va creciendo. Los vínculos que nos ligan con estos grupos más amplios están relacionados con la cultura, el idioma, el lugar de nacimiento, los intereses económicos, o afinidades de gustos, aficiones o educación.
Además de ser seres sociales, los hombres estamos vinculados al mundo en el que vivimos. Estamos abiertos al mundo, y aquí también hay que establecer distintos grados de proximidad. La vinculación a nuestras cosas más inmediatas es muy fuerte, pues su disposición a nuestro alrededor la hacemos nosotros mismos porque las necesitamos. Primero colocamos a nuestro alcance inmediato lo que necesitamos tener a la mano, que básicamente es el contenido de nuestra vivienda. Alrededor, todo lo que necesitamos tener a la mano fuera de nuestra casa, que ya no depende de nosotros. Y siguiendo esta secuencia podemos continuar ensanchando los círculos hasta abarcar el mundo entero, porque todo el universo reclama nuestro interés y todo el universo tiene algo que comunicarnos.
Esta forma innata de vivir abiertos hacia otros hombres y hacia el mundo, que se puede denominar «aperturidad», se completa con la «aperturidad» que también tenemos hacia nosotros mismos. El hombre está abierto hacia sí mismo, y eso le permite asumir su pasado, ser consciente de su forma de estar en el mundo en cada momento y mirar hacia sus posibilidades de futuro. Como consecuencia de todo ello muestra un determinado temple anímico, tiene una comprensión del mundo bien fundada y puede definir libremente su conducta.
Sin embargo, a pesar de todo ello, a pesar de estar rodeados de amigos y familiares, a pesar de tener cerca todo cuanto necesitamos siempre disponible y a la mano, y a pesar de que conocemos nuestra condición y podemos analizar y encarrilar nuestra situación, el hombre se siente solo con mucha frecuencia. Y no nos referimos a las personas mayores que viven solas ni a las que, por alguna razón especial, sienten cierto rechazo por parte de los demás, sino a las personas que llevan una vida normal, que viven en familia, que trabajan y tienen relaciones sociales, que tienen su tribu como decíamos antes, pero que a pesar de eso se sienten solas, aunque los demás no se den cuenta. El porcentaje de estas personas en el mundo occidental ronda el 25% y, sorprendentemente, esto sucede cuando las fluidas comunicaciones a través de las redes sociales nos tienen a todos conectados todos los días y a todas horas.
La soledad no es buena. Puede serlo cuando es deseada y en dosis moderadas, porque nos ayuda a disfrutar de nuestra intimidad, pero no lo es cuando forma parte de nuestra vida de manera habitual y no la deseamos. La soledad nos despega del mundo y nos impide concentrarnos en lo que estamos haciendo. La soledad nos daña físicamente, puede influir negativamente en nuestro trabajo y puede conducirnos a enfermedades como la depresión, la ansiedad o el alzheimer. Quien sufre de soledad ve el mundo como algo peligroso y amenazante, y cuando algo no va bien a su alrededor se siente culpable.
Por todo lo dicho, pudiera parecer que combatir la soledad tendría que ser algo muy complejo, pero no lo es. Muchas personas lo hacen tomando medicamentos antidepresivos. La doctora Olivia Remes, de la Universidad de Cambridge, no lo recomienda, porque a largo plazo volvemos siempre al punto de partida. En su lugar nos da dos pautas de conducta muy sencillas para que nos las apliquemos a nosotros mismos o se las recomendemos a los demás. La primera consiste en hablar un poco con todas las personas con las que tenemos contacto a diario, incluyendo el vendedor de periódicos, el panadero y todas las personas que vemos con frecuencia. La segunda es que cuando hablemos con los demás compartamos con ellos lo que llevamos dentro, mostrando nuestra forma de pensar, nuestra opinión o nuestros sentimientos. Se trata de dos normas muy simples para aplicarlas todos los días. Si así lo hacemos, asegura la doctora Olivia Remes, pronto veremos los resultados.
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