
José Ortega y Gasset (1883-1955) es una de las mentes más preclaras de España de todo el s XX. Nació en Madrid, donde desempeñó la cátedra de Metafísica de la Universidad Central. Desde 1936 a 1945 vivió en el exilio. A partir de 1945 visitó España con frecuencia, pero no recuperó su cátedra. En 1923 había fundado la revista de Occidente, y al perder su cátedra fundó con Julián María el Instituto de Humanidades para impartir sus cursos. En torno suyo surgió la llamada Escuela de Madrid, a la que pertenecieron, entre otros, García Morente, Zubiri, José Gaos, María Zambrano, Aranguren y Julián Marías. Su producción literaria es extensa. También escribió mucho en la prensa, a la que estaba muy vinculado por su familia. Al comienzo de la segunda república fue diputado en cortes. Su influencia en la vida de todos los españoles ha sido enorme, pues siempre trató de orientar su filosofía en beneficio de la regeneración de España.
Para una mayoría de españoles ortega se identifica con su frase “yo soy yo y mis circunstancias”. Esto no quiere decir que yo ande por un lado, mis circunstancias por otro, y que ellas me influyan tanto que condicionen mi vida. No. No se trata de dos elementos separables que se encuentran juntos de forma accidental. Lo importante es la “y” que une el yo y las cosas de forma indisoluble. Las cosas me necesitan a mí y yo necesito las coas. Ni las cosas están solas ni yo estoy solo. Yo soy yo con las cosas que están a mi alrededor. Las cosas son mi mundo. Para Ortega, ni prevalecen las cosas, realismo, ni hay prevalencia del yo, idealismo. El yo con las cosas, mi yo con mi mundo, es la verdadera realidad primaria, la única realidad existente. Y mi quehacer con las cosas es la realidad radical en que consiste la vida.
Uno de los componentes constitutivos de esta realidad es la perspectiva. En su teoría del perspectivismo, dice Ortega: “el ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva”, en el sentido de apariencia o representación falaz de las cosas, ya que éstas, por hallarse fuera de nosotros, solo pueden llegar a nuestra mente multiplicándose en mil caras. Por eso cada uno de nosotros ve la realidad de una forma y todos somos necesarios. La perspectiva no es una deformación de la realidad, sino su forma de organizarse, y “cada vida es un punto de vista sobre el universo”. Esto significa que nadie tiene la verdad absoluta y que todos tenemos que respetar la verdad de los demás.
La realidad que es mi vida, no es radical porque sea la única o la más importante, sino porque en ella radican o se arraigan todas las demás realidades. Solo desde nuestra vida podemos entender el término real, incluso cuando se refiera a una realidad anterior, efectiva, presunta o trascendente a nuestra propia vida. Toda realidad está radicada en mi vida porque es en mi vida donde la encuentro. ¿Y cómo nos ponemos en contacto con esa realidad? A través de la razón. Una razón en sentido amplio, de la cual la razón matemática o la razón pura son solo formas particulares. A esta razón que nos conecta con la realidad la llama Ortega razón vital, porque para él “es una y misma cosa con el vivir”; la vida misma es la razón vital porque “vivir es no tener más remedio que razonar ante la inexorable circunstancia”. Solo cuando integro una cosa en mi vida la hago verdaderamente inteligible para mí.
Si la razón vital es una y misma cosa con el vivir, tenemos que considerar que nuestro vivir no ha surgido de la nada. Nuestra vida es función de la vida de los que nos precedieron y del contexto histórico en el que vivimos, que a su vez viene de su propia historia. De ahí que la razón vital sea esencialmente histórica, lo que quiere decir que no acepta ningún hecho como algo que se da de forma aislada, sino que necesita conocer su procedencia y de qué manera se ha producido.
Para Ortega la vida es un quehacer que se apoya en un sistema de creencias, tengamos o no conciencia de su presencia. El hombre necesita saber a qué atenerse y para ello tiene que saber de la realidad. Nunca sabemos ni ignoramos todo. Nuestro estado es el de verdad o ignorancia insuficiente, pero necesitamos de una certidumbre radical que es la que podemos encontrar en la filosofía, que se convierte así en la verdad radical en la que se apoyan todas las verdades particulares.
La vida no se nos da hecha. Nuestra vida consiste en un quehacer permanente con las cosas, lo que requiere tener un proyecto vital y tener que elegir entre las posibilidades que la vida nos ofrece, porque la fatalidad en que caemos al caer en este mundo nos obliga a elegir. En mi quehacer, en el que yo hago por algo y para algo, se fundan mi responsabilidad y el sentido moral de mi vida; y mi elección da sentido a mi libertad, a la que no puedo renunciar y me hace forzosamente libre. Cuando todo esto lo hacemos con fidelidad a nosotros mismos nuestra vida tendrá el carácter de excelente; en caso contrario se convierte en vida vulgar. Todo esto nos recuerda al existencialismo de Heidegger, cuando nos habla de estar arrojados a este mundo, vida auténtica y vida inauténtica.
Ortega es un gran vitalista, que defiende la valentía del soldado o el esfuerzo del deportista, que apoya la apuesta por el riesgo del jugador y del torero, porque cree en el valor de la lucha y que en esa vida ascendente y llena de proyectos y energía es donde sucumben las debilidades, las envidias y los pequeños rencores. Pero eso no es lo que ve a su alrededor. En su libro «La rebelión de las masas», Ortega nos habla, de forma que ahora resulta profética, de la aparición de un tipo de hombre que la profesora Ascensión Millán, en su libro Intuición y trascendencia en la razón poética, describe así: «Un tipo de hombre-masa que está abdicando de los principios de la convivencia, que no quiere hacer el noble esfuerzo de penetración intelectual en los principios que han hecho posible nuestra civilización, que usa de ella como si sus productos fueran un fruto natural exigible…, que no ve la urgencia de la excelencia como única condición para salvar a nuestra sociedad, para cumplir nuestro destino como individuos y como pueblo».
Cabecera: Anagrama de la fundación Ortega-Marañón