Un poco de ética

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En su Ética a Nicómaco, Aristóteles nos enseña cómo se puede adquirir y practicar la virtud. Así lo explica en uno de sus párrafos más conocidos: “Aprenderemos una habilidad haciendo repetidamente el producto que queremos hacer cuando la hayamos aprendido. Seremos constructores construyendo y arpistas tocando el arpa, de la misma manera que llegaremos a ser justos haciendo acciones que sean justas, moderados haciendo acciones moderadas y valientes haciendo acciones valientes”.

A continuación, da un paso más y nos dice que para ser justo no basta con aprender a serlo, sino que hay que ser justo siempre, de forma permanente, convirtiendo en hábito nuestras acciones justas. La virtud tiene que ser un hábito, pero no un hábito cualquiera, como puede ser el cumplimiento de la ley. Para que un acto pueda contar como virtuosamente justo, para que nuestras acciones sean virtuosas, Aristóteles nos dice que no basta con que ellas mismas lo sean, sino que también nosotros tenemos que estar en ese mismo estado cuando las ejecutamos, por lo que nos impone cuatro condiciones: Hacerlas a sabiendas de que son virtuosas; hacerlas precisamente porque son virtuosas; hacerlas desde un estado de convencimiento; y hacerlas de buen grado. Para Aristóteles, además, el comportamiento virtuoso genera en nosotros una aprehensión especial del mundo que nos rodea, respeto al entorno y un sentimiento de armonía interna. Las personas virtuosas ni siquiera se plantean la posibilidad de ser de otra manera.

Todo esto significa que Aristóteles fundamenta la moralidad de un acto en las Virtudes Éticas de quien lo realiza. Para Kant esto no es suficiente, porque una persona que tenga la virtud de la valentía puede cometer actos moralmente reprobables. Para Kant, un acto será moralmente aceptable cuando tenga valor moral en sí mismo, con independencia del agente que lo ejecute. Esta teoría moral se conoce con el nombre de Deontología. ¿Cómo saber que una acción tiene valor moral en sí misma? Para Kant, no tienen valor moral las acciones que hagamos porque nos gustan, por temor o siguiendo nuestras inclinaciones. Para que una acción tenga valor moral en sí misma, obviando sus resultados, tiene que ser hecha bajo nuestro propio sentido de la moralidad, respondiendo a una máxima o lema bajo el cual se ejecuta y por puro respeto al deber. De esta manera estaremos actuando de forma autónoma, dictándonos normas a las que ajustar nuestra conducta, con lo que la ética hace así posible la libertad y culmina con el concepto kantiano de persona moral. Kant quiere hacer una ética imperativa, una ética que obligue, y para ello busca un imperativo que no esté condicionado por nada. Este imperativo categórico lo enuncia de varias formas. He aquí dos de ellas: “Obra de modo que puedas querer que lo que haces sea ley universal de la naturaleza”; o bien, “Nunca actúes excepto de tal forma que puedas querer que la máxima que define tu acto pudiera llegar a ser una ley universal”.

La tercera concepción ética de la tradición occidental es el Utilitarismo, elaborada por John Stuart Mill en el siglo XIX, que valora los actos morales en función de los beneficios que producen. Con Aristóteles valorábamos los actos en función de las virtudes de su agente; con Kant en función del valor de los actos en sí mismos; Stuart Mill los valorará por sus consecuencias, por su utilidad, que él identifica con la felicidad. Para ello enuncia el Principio de Mayor Felicidad, que dice lo siguiente: “Las acciones son justas en la proporción que tienden a promover la felicidad, e injustas en la medida que tienden a promover lo contrario de la felicidad”. A este principio se añade un segundo que nos dice que el valor moral de nuestras acciones no tiene nada que ver con los motivos por los cuales las llevamos a cabo. La profesora Tamar Gendler de la universidad de Yale lo aclara explicando que, para el utilitarismo, la acción de salvar a una persona que se esté ahogando es siempre moralmente buena, con independencia de que sus motivos sean salvar a la persona o cobrar una recompensa por ello. Al hacer los cálculos del reparto de la felicidad hay que tener en cuenta sumandos positivos y sumandos negativos, como el de considerar si la distribución de felicidad es ella misma fuente de infelicidad o si la acción genera infelicidad en quien la ejecuta.

Y tras estas tres escuelas clásicas terminemos con algo actual. Leonardo Boff, en su último libro, “Reflexiones de un viejo teólogo y pensador”, nos propone una ética a la que denomina ética del cuidado. Para Heidegger el cuidado es una cualidad existencial que pertenece a la estructura óntica del ser humano, en el que se fundamenta la forma que tenemos los hombres y las mujeres de relacionarnos con el mundo en nuestro quehacer de cada día, con lo que Boff asienta su ética en las raíces más profundas de nuestro ser, apoyándola en los siguientes pilares: sostenibilidad, para encontrar el equilibrio entre los bienes que nos da la Tierra y su preservación para las generaciones futuras; respeto hacia todos los seres del universo; responsabilidad frente a las consecuencias de nuestros actos sobre los otros y sobre la naturaleza; solidaridad con todos los seres, sobre todo con los seres humanos, y de un modo especial con los más desfavorecidos; y compasión para aliviar tanto sufrimiento como hay en la sociedad y en la naturaleza.

Fotografía, Pixabay       

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