
Es frecuente oír decir a la gente que el tiempo pasa muy de prisa o que vive de forma muy acelerada. Se trata sin duda de personas que viven conforme a lo que Ortega llamaba una vida vulgar y Heidegger una vida inauténtica, sin que estas palabras tengan un sentido peyorativo, pues así es como vive la mayoría de la gente. Lo que ocurre, simplemente, es que también se puede vivir de otra manera, y eso es lo que trata de explicarnos el filósofo surcoreano de nacimiento y alemán de adopción Byung-Chul Han en su libro “El aroma del tiempo”.
Cuando el tiempo nos atropella de la forma indicada es porque le perdemos el ritmo, el ritmo que supone hacer y acabar cada cosa a su tiempo, consumando cada una de nuestras actividades. Si no consumamos cada paso que damos, el tiempo deja de ser una sucesión ordenada de “ahoras” y se atomiza en momentos sin sentido dándonos la sensación de navegar sin rumbo, sintiendo que no controlamos nuestra propia vida. Entonces todo se precipita, machacamos unas cosas con otras, un relato con otro, y todo pasa al instante. El presente pierde su duración propia, la duración que por su naturaleza le corresponde, y se convierte en una sucesión de instantes que solo son picos de actualidad que pasan ante nosotros como picos instantáneos de modas pasajeras.
La causa de que haya tanta gente que vive una vida acelerada consiste en que las condiciones externas de la vida actual no se prestan a que podamos vivirla conforme a lo que pudiéramos llamar condiciones de una vida plena, y mucho menos a que podamos terminar la vida como la consumación de todas las oportunidades que la vida nos haya regalado. Por eso perdemos su sentido y abordamos cada nueva posibilidad que la vida nos ofrece sin haber concluido la anterior, y vamos en cierta medida dando tumbos de una a otra posibilidad, empezando siempre de nuevo, saltando de un presente a otro presente, sin dejar que los acontecimientos se conviertan en experiencias, despojando así al tiempo del papel rector que desempeña en nuestras vidas. De esta forma el tiempo queda desarbolado, y nos da la sensación de que transcurre más rápido.
Pero todo esto se puede superar. Solo es necesario aprender a disfrutar de un tiempo pleno, un tiempo que le dé duración a cada presente: porque la verdad hay que asentarla en un presente duradero, pues ella misma tiene vocación de duración y permanencia y se disipa si la encerramos en un presente cada vez más breve; porque la experiencia tiene que ver con una extensión de lo acabado para el enriquecimiento del sujeto que la ha vivido, y para que éste, en el presente, quede abierto hacia el futuro; porque solo la apertura del horizonte temporal del presente hará posible la comprensión de lo aprendido, abriéndonos la posibilidad de almacenar en nuestra memoria los recuerdos y la información recibida para usarla después a voluntad; y porque, y esto es de suma importancia, porque afecta a nuestro ser, y solo un presente extendido puede jugar el papel estructural que le corresponde entre el pasado y el futuro, pues en el presente es donde el futuro se va transformando en pasado, donde pasado presente y futuro se funden en uno solo, donde el futuro está siendo sido.
Tanto Heidegger como Proust se revelan ante esta ruptura del ritmo temporal. La búsqueda del tiempo perdido de Proust es la reacción a una época de prisas representada por el ferrocarril y el cinematógrafo. Para Heidegger, la desintegración del tiempo puede romper la unidad indivisible de la estructura de nuestro quehacer, siempre condicionado de forma indisoluble por el pasado, el presente y el futuro. Casualmente, «El tiempo recobrado» de Proust y «Ser y tiempo» de Heidegger se publicaron el mismo año, 1927.
Además de atender a la consumación de cada acto nuestro ensanchando y disfrutando cada presente, cada ahora de nuestra vida, si no queremos vivir acelerados es importante también ceder a la vida contemplativa parte del tiempo que dedicamos a la vida activa. La vida activa es imprescindible para producir lo útil, pero nada más, porque en la medida en que nos ata a lo necesario, a lo mundano, nos priva de libertad. En cambio, la vida contemplativa, la vida de la lectura pausada, el estudio, el pensamiento, la reflexión y la filosofía, nos sumerge en un mundo distinto, libre de preocupaciones apremiantes, donde lo noble y lo bello se imponen sobre lo útil y lo necesario, abriéndonos a un estado de libertad.
La forma de vida acelerada suele jugar un papel importante cuando llega el momento de la muerte. Cuando se vive una vida auténtica el hombre es libre para la muerte, lo cual quiere decir que la muerte se presenta o tiene lugar de forma natural como final de la vida, un final consecuente con la vida de cada cual, la muerte que nosotros describiríamos de nosotros mismos si nos pusiéramos a ello. Es entonces cuando la muerte supone que la vida se termina por completo y es solo una forma de relatar su final. La muerte se presenta entonces como la consumación de la vida y por eso Nietzsche la llama muerte consumadora. En cambio, si hemos perdido el ritmo del tiempo y no hemos tenido durante la vida capacidad para acabar y concluir cada actividad nuestra con sentido, no podemos pretender que nuestra propia vida concluya con sentido y tener una muerte que sea el final esperado de esa vida. En consecuencia nuestra muerte solo será un perecer a destiempo.
Hay quien piensa que el miedo a la muerte es la causa de la vida acelerada que lleva tanta gente, pero eso no es así, pues quien lleva la vida acelerada que hemos llamado vida inauténtica suele vivir de espaldas a la muerte. Simplemente vive en el error de creer que viviendo más rápido va a tener más opciones en la vida. Confunde el número de actos con la consumación de cada uno de ellos, sin percatarse de que la vida plena no se puede medir por la cantidad. Una vida breve puede ser una vida consumada lo mismo que una narración breve puede ser de gran intensidad narrativa.
Fotografía: Cuadro de Salvador Dalí denominado «Reloj blando»